martes, 12 de mayo de 2009

Barí no se ve, pero está…

Hace algunos años, mientras practicaba el deporte nacional (que no es el fútbol, sino el zapping) encontré no sé en qué canal, el concierto de un grupo que desconocía hasta entonces. Era un fárrago de sonidos abrasantes; candentes como sólo pueden ser los atrevidos y los que no temen romper esquemas ni confundir a los “expertos”, que tratan de colocarlos en una vasija y ponerles nombre tal como clasifican las especias de la cocina. No lo sabía en ese momento, pero acababa de hallar una puerta entre la niebla espesa de la ignorancia; una rendija de aire fresco aunque eso sí, enrarecido. Había oído por primera vez a Ojos de brujo.

Escuché lo que quedaba de aquella presentación en directo con una especie de revelación hipnótica. No sabía lo que era y no me importaba. Sólo me dejé llevar por un cosquilleo entre el cerebelo y el lóbulo frontal que me impedía oprimir de nuevo el control para cambiar de canal. Todo ese mentiroso caos era conducido por una guitarra con arte verdaderamente flamenco, mas lo que estaba escuchando no era flamenco. No podía decir: “eh mira, una bulería”, o “ah, están cantando por soleares”. Nunca había escuchado una mezcla tan afortunada como la que hacían esos músicos españoles. Su música tenía ese “duende” que logra fundir ritmos, estilos, sentimientos, lágrimas, alegría y temeridad que llevan al éxtasis.

Cuando terminó la última llama encendida del cante, pude averiguar el nombre del grupo. Ojos de brujo. Lo repetí una y otra vez: Ojos de Brujo, Ojos de Brujo. Tenía que acordarme para poder buscarlo después. Como es natural, olvidé el nombre del grupo en cuando me quedé dormido esa noche. La mañana siguiente me encontró viendo hacia el techo de manera perdida tratando de recordar quiénes habían conquistado un espacio en mi mente y mi corazón. No lo logré. Lo que sí conseguí fue estar pendiente de ese sonido y esa magia. En cuanto los volviera a escuchar o a ver, el nombre que estaba clavado con un alfiler a la punta de la lengua, saldría, y justo correría a buscar la grabación a la tienda de música más cercana. Ese momento tardó tres años…

Tres años de arena pasaron a través del embudo de los días hasta que por azares del “desatino”, sí, del desatino (ya que estaba buscando canciones de José Mercé), leí el nombre otra vez: Ojos de Brujo. Lo improbable pasó, el nombre se arrancó del grillete que lo tenía atado a mi lengua y atestó un golpe directo al cerebro. ¡Ahí estaba! Corrí a la tienda de discos. Milagrosamente lo hallé, un CD recién editado para México. De haberme acordado en el momento de la primera revelación, quizá hubiera sido imposible encontrar el disco.

Al escuchar Barí, sentí la metamorfosis del arte flamenco. Esa capacidad infinita del arte gitano para fusionarse con diversos géneros y salir triunfante, fortalecido y vigoroso. El funk, el hip-hop, la música electrónica y la música india construyen un altar donde el flamenco es el guía espiritual. Me emocioné con Naita, un reclamo de la desigualdad del mundo; me sedujo la secuencia descendente de acordes melancólicos en Memorias perdías, que uno quisiera fuera infinita; Rememorix, último track del disco, es presagio de lo que vendría en el siguiente: Techarí, el cual hay que escuchar con oídos gozosos y mirar con Ojos de brujo.

2 comentarios:

  1. Lo mismo me pasó cuando escuché por primera vez a Magneto, más hubiera valido olvidarlos para siempre.

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