martes, 12 de mayo de 2009

Reírse de uno mismo

Los Muertos no van al cine, del escritor catalán Juan López-Carrillo nos ofrece a primera vista una selección de versos con los cuales uno puede identificarse desde las primeras de cambio: un hombre, cuyos anhelos y optimismo se ven siempre confrontados por una realidad de fracasos amorosos, obsesiones sin remansos, nostalgias, tristezas, y aún así, un hombre con envidiable sentido del humor. Humor: ingrediente capaz de modelar todos los sinsabores antes listados y darle al alma del autor y del lector un premio final. A medida que avanzamos en la lectura exquisita de los versos; este humor, por momentos sutil, y otras veces, cáustico, va permeando los sentidos del lector. De nosotros, los pobres diablos que hacemos nuestros los versos leídos. Una vez que tenemos ese espíritu irónico irradiando en nuestras venas, el autor y el lector se vuelven conniventes para desenterrar todos los instantes sufridos, gozados e imaginados en sueños inconfesables o en rutinarios días de trabajo y ocio.

Eduardo Moga nos dice que el poema más largo de la obra “Celebración en vigilia de San Juan”, es el eje del libro; el inicio: “A veces/ es necesario escribir/ un poema como éste/ para no tener que suicidarse” es una roca de contundencia. Mas estoy un tanto en desacuerdo con Moga en este punto focal de su magnífico prólogo. A mi parecer, el “eje” del libro es lo absurdamente feliz que podemos ser a pesar de todas nuestras quimeras. Y ese hilo conductor que mueve Los muertos no van al cine se plasma en una serie de pequeños poemas que epitoman lo que nos quiere decir López-Castillo en su cuarto poemario: “Amor letal”, aparte de regalarnos el material para construir el título del libro, nos advierte la urgencia de olvidar a la persona alguna vez amada y cuya presencia, lejos de curarnos, escuece la herida de ya no ser queridos. “Doble tristeza” nos arranca más que una sonrisa en sólo 3 versos y prueba no precisar de nada más. “Cinefórum” es ejemplo de agridulce mezcla de melancolía y sexo, cuya última línea nos sacude y nos libera hacia el gozo. “Conquista” nos descubre un autor pícaro que reconoce el valor de las circunstancias sobre lo planeado; finalmente en “Culo”, Juan López-Castillo pronuncia versos rebosantes de una actitud valiente y desenfadada, que alguna vez, todos hemos querido proclamar a voces.

Escuchar la lectura de una obra por su autor puede cambiar nuestra visión de la misma. Alguien atrévase a afirmar que no sintió el corazón enjuto y trémulo al oír Los amorosos en voz de Sabines. Esta edición de Candaya Poesía nos ofrece la opción de renunciar por un momento a la voz interna y cómplice con la que siempre escuchamos los poemas leídos, para dejarnos al desnudo con el timbre y el ritmo prístinos del autor. En el caso de López-Castillo, esta posibilidad nos acerca al sentimiento y estado de ánimo óptimos para internarnos en su poesía, para comprender cuándo hay que retirarse con una sonrisa cínica después de darnos cuenta que ya no nos necesitan, que estamos muertos, y que los muertos no van al cine.
Publicado en el suplemento cultural Laberinto de Milenio Diario.

1 comentario:

  1. Qué tranza mi estimado, chida tu reseña de este librito de poesía (vale decir que te quedan chidas las reseñas, ¿de algo habrá servido Norma?). Espero comprar pronto el libro y compartir impresiones, digo, por si no me gusta poder echártelo en cara. Por lo demás, felicidades por tu bluff o blog o cómo quieras decirle, mi estimado Cervantes

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