martes, 7 de diciembre de 2010

Un poema que destilé...

El viento se cuela por una rendija;
busca una dirección. Susurra, silba de gusto
por el encuentro del límite que se autoimpone.
Así la sonrisa, pequeño sol que entibia el alma,
silenciosa se cuela en las pupilas
y sube la temperatura de los cómplices movidos por el desliz de labios lúdicos, amorosos.

Yo, certero viento y sol, intenté colarme en ti,
hallarme liberado de mi dispersión, de mi soltura,
acendrarme en tu recipiente cuerpo, modelarme contigo,
aluzarte para que el reflejo construyera mi esencia.

Pero la ingente fuerza del munífico sol
es a veces vencida por una débil persiana;
en tu cuarto no dejaste ya penetrar mis rayos.
Y no es que tu habitación quede en penumbra, nunca.
Hay reflectores, destellos cegadores que vienen de adentro;
incandescencias de luz blanca que enciendes y apagas a voluntad.

Es cierto, el sol se va todas las noches,
pero retorna fiel, tibio y eterno: es un regalo;
Sin él, tu pieza estará radiante de luminosidad fatua,
de veleidosas fluorescencias de madrugada, en apariencia, inagotables.
Seductoras lámparas angulares y gélidas hoy deslumbran, te iluminan el rostro, el cuerpo, toda.
No te preguntes cuándo será el fin del espectáculo. Se acerca pausado, inexorable.