viernes, 3 de octubre de 2014

El exilio permanente.

El exilio permanente

Sus manos de caricias delicadas transformábanse en agujas cuyas puntas avezadamente acuciosas recorrían el teclado con nítida precisión para desdoblarse después en pétalos de cisnes y acordes sutiles. Marcos disfrutaba mirarla por detrás; un poco de costado para observar cómo Ana moldeaba el exánime marfil en cascadas de sonidos. Siempre le había parecido hermosa la imagen de ella frente al lustroso piano familiar, frente al cual, se mecía de una manera peculiar. En ocasiones, muy pausadamente y en otras de forma brusca, según lo exigiera la pieza.

No era que Ana mostrara desinterés por Marcos. Simplemente, sabía que él estaba junto a ella y seguiría ahí para siempre. Por eso dedicaba tardes enteras a practicar Chopin, muchas veces sin siquiera voltear el rostro para saludarlo. Se habían conocido desde niños y justo el día en que Marcos la vio por primera vez supo que era la mujer de su vida. Ana no sentía lo mismo; para ella, la música ocupaba el primer lugar en sus intereses y pasiones. Su profesora, la señora Gurrola, sabía del enorme potencial de Ana y procuraba que llegara a ser una concertista de fama mundial. Todas las tardes observaba cómo su única alumna traducía sus instrucciones en finos matices casi imperceptibles y, por ello más valiosos. Brotaba en Ana una personalidad que rayaba en lo bipolar cuando se enfrentaba a piezas que exigían delicadeza o demandaban furia. Muchos hombres no soportaban verla tocar, pues esperaban de ella que interpretara música “bonita”; no perdonaban verla como una fiera dueña del piano; poseedora de absoluto control sobre lo que ocurría alrededor de la música; una mujer en llamas que se fundía con el autor de la idea y el piano mismo para sangrar, a veces a cuentagotas y otras a borbotones, las más intensas emociones.

Cuando empezaron las desapariciones, Marcos huyó con sus hermanos a México, pues un pariente militar les advirtió del peligro que representaba quedarse y dio las facilidades para su exilio. Por el contrario, la familia de Ana permaneció en la ciudad; la posición de su tío, Juan José Astorga, como importante catedrático de la Universidad, les daba un velo de seguridad para tratar de seguir sus actividades habituales. Sin embargo, pronto chocaron con la nueva situación. De nada valía el prestigio, casi de inmediato fueron señalados como traidores comunistas. Era intrascendente que fuera verdad o no; nada importaba. En aquel momento se hallaron como presas apetitosas para el régimen, ávido de instruir a un pueblo menor de edad con lecciones duras y expeditas.

***

Marcos se asoma a la ventana. No ve las calles, no ve a los niños perseguirse hasta que la madre sale y con una bofetada cargada de miedo entra a los gemelos a rastras ante la amenaza de un mal día con las autoridades mexicanas. Tampoco ve la tarde, que polvorienta repta lentamente hacia una noche nerviosa de mezcal corriente y pan sumergido en agua a fin de paliar su dureza y añejamiento. Lo que ve Marcos en la ruinosa ventana es la faz de Ana, el olvido no ha comenzado a difuminar sus rasgos. No la imagina sonriente, nunca lo fue; la visualiza en su posición habitual, moviéndose alrededor del ebúrneo teclado; se da licencia de soñar que Ana voltea el rostro y lo mira dulce, cariñosa. El ruido de un posible enfrentamiento de los vecinos en la calle de atrás no lo espabila de su ensoñación. Ana, después de guiñar coqueta, se vuelve y ataca un Si bemol menor que le rememora los días de pereza en el salón, cuando Marcos y Ana valían algo, cuando el régimen no les había extraído la cualidad de ser humanos.

Cuatro años habían pasado, lentos, interminables. Marcos regresaba a su casa alquilada, cerca de donde el genérico nombre “México” se vuelve un término imaginario para decir que se vive todavía en la ciudad. Era otro día sin esperanza en el que Marcos empezaba a ver muchachas por la acera ya sin sobreponerles el rostro de Ana, aunque sí recordándola. Una mujer muy guapa y delgada caminaba frente a él, pasó de largo y Marcos no pudo evitar seguirla con los ojos a medida que se alejaba. Un súbito tropiezo interrumpió el episodio. Se disculpó apenado, sabía que era su culpa por caminar sin ver a dónde lo hacía. La mujer mayor no le dio importancia y sonrió amable; al verlo a los ojos reconoció a Marcos. Era la señora Gurrola, profesora de Ana.

No podía creerlo, Marcos miraba casi extraviado a la señora, quien le contaba que se encontraba en México desde hacía unos meses. Su voz había menguado y sonó con un desasosiego aún más extraño cuando Marcos le preguntó por Ana. Le contó que habían llegado juntas al país y trabajaban en una academia de música de bajo perfil que él ubicaba. Casi sin despedirse por la emoción, Marcos regresó por donde venía y corrió para encontrarse con su musa. Años de verla en su mente y no verla, de tocar lo intocado, de acariciar sus recuerdos perdidos en tardes melancólicas de grabaciones de Liszt, Chopin, Rachmaninov, sus favoritos. De pronto, allí estaba, lista para recibirlo… ¿se acordaría? Seguro que sí; pero: ¿lo mantendría en su mente como él a ella? No importaba; tenía que verla. Ana, a salvo. Era demasiado para contenerse. Marcos corría y las piernas sudaban de miedo, de esperanza e incertidumbre. ¿Cómo estaría? Bella, como siempre. ¿Habría empezado a tocar piezas propias? ¿A quién se las dedicaría? Ana y el piano fuera de la pesadilla centroamericana. No lo concebía, pero corría a encontrarla.

Marcos entró a la modesta academia; sin embargo, el afán que llevaba se detuvo en seco al cruzar la puerta de cristal, guardiana de un remanso de arte en el inmenso caos capitalino. No había nadie en el mostrador; temblando, avanzaba lentísimo hacia donde se escuchaba una pieza de cariz melancólico. Su corazón no latía, se desbordaba en violentos tumbos que le impedían respirar. Llegó al salón principal. La vio por detrás, un poco de costado como antes; observó cómo Ana se mecía lánguidamente. La música fluía en versos de notas cada vez de mayor patetismo; él conocía la pieza y no debería retratar una afectación tan lóbrega. No se atrevió a hablar. La miraba como en las tardes de modorra en su natal Guatemala. Pensó en preguntarle sobre su familia, si todos habían salido bien librados; dónde estaban; si el exilio le estaba pareciendo como vivir en un sarcófago así como a él. Pero no dijo nada. Sólo la miraba, trémulo. De forma extraña, Ana interpretaba la pieza sólo con la mano izquierda, por lo que las notas graves reinaban en el ambiente. En una pausa prolongada, el piso de madera traicionó el anonimato de Marcos. Ana volteó la cara, hermosa, pero abatida, el llanto de años contenido en sus ojos la hacía parecer otra persona. Marcos sonrió torpemente, congeló su sonrisa y se acercó a abrazarla, a estrechar su tabla de salvación durante el exilio.


Caminó hacia ella… Ana no sonrió, volteó el rostro hacia su pecho y estiró la mano izquierda en señal de rechazo. Era tarde. Marcos se había aproximado lo suficiente para ver sus pies cruzados y nerviosos; para observar la partitura con anotaciones de una caligrafía torpe; para notar cómo en el lugar donde antaño moraban las agujas y cisnes de su mano derecha, ahora sólo existía un hórrido muñón. Los militares le habían cambiado el alma y la felicidad por un muñón inerte. Ana, profunda, devastada, avergonzada, miró a Marcos. Él entendió; era momento de irse. Salió del salón; sintió que Ana vivía en un exilio sempiterno. No había lugar a dónde regresar, el hogar de Ana eran las ráfagas de susurros tonales; de armonías enredadas y elegantes; no importaba ya la guerra, si continuaba o terminaba. El exilio estaba en su corazón. Dicen que la gente exiliada vive con la esperanza de volver algún día a un país que ya no existe. Para Ana no había ni siquiera ese retorno; su país desapareció la tarde de junio en que el encapuchado le escupió y le preguntó por Marcos, le gritó traidora, comunista, puta; la arrancó del asiento del piano y le regaló un exilio permanente.

miércoles, 15 de junio de 2011

Temor de no necesitarte

Te tengo ajena, te poseo lejana, hosca sombra que resbala mis ganas mientras te difuminas en el abanico de los días… y las noches no iluminan la senda abandonada.

Estás cabe mí; y no. Las luces siguen abrillantando las apócrifas gemas del porvenir fatuo. En mi callejón no hay resplandores en combustión; soy el que soy, lo que soy, soy yo, desnudo y verdadero, maravilloso o patético, tú decide qué cara del álbum se fijará en tu memoria.

Nos alejamos destilándonos poco a poco, como no queriendo, y aun, la duda velada vive bajo el sofá, bajo la cama. No sólo no sabemos el destino; ignoramos cuál deseamos, qué camino de huellas recorridas nos guiará al final, a algún final.

Imágenes imantadas de años hace, de coros femeninos que flagelan el alma en la mañana por el dulce canto del despertar; de acordarnos abrazados y perezosos, de no hablar, de simular que el haz no tiene máculas; ahí se asoman: da miedo verlas ¿no es así? Nos manejamos por el temor de no precisarnos.

martes, 7 de diciembre de 2010

Un poema que destilé...

El viento se cuela por una rendija;
busca una dirección. Susurra, silba de gusto
por el encuentro del límite que se autoimpone.
Así la sonrisa, pequeño sol que entibia el alma,
silenciosa se cuela en las pupilas
y sube la temperatura de los cómplices movidos por el desliz de labios lúdicos, amorosos.

Yo, certero viento y sol, intenté colarme en ti,
hallarme liberado de mi dispersión, de mi soltura,
acendrarme en tu recipiente cuerpo, modelarme contigo,
aluzarte para que el reflejo construyera mi esencia.

Pero la ingente fuerza del munífico sol
es a veces vencida por una débil persiana;
en tu cuarto no dejaste ya penetrar mis rayos.
Y no es que tu habitación quede en penumbra, nunca.
Hay reflectores, destellos cegadores que vienen de adentro;
incandescencias de luz blanca que enciendes y apagas a voluntad.

Es cierto, el sol se va todas las noches,
pero retorna fiel, tibio y eterno: es un regalo;
Sin él, tu pieza estará radiante de luminosidad fatua,
de veleidosas fluorescencias de madrugada, en apariencia, inagotables.
Seductoras lámparas angulares y gélidas hoy deslumbran, te iluminan el rostro, el cuerpo, toda.
No te preguntes cuándo será el fin del espectáculo. Se acerca pausado, inexorable.

martes, 21 de septiembre de 2010

Yo pensaba que eran las nueve

Yo pensaba que eran las nueve...

Tus manecillas marcaron mis manos de tan apretadas; el tiempo, arena fina, se desvaneció en tus párpados inmóviles. Nuestras bocas ahogaron años de soledad en un segundo; se aparearon las horas, disfrutaron ser nuevo órgano; su motor: nuestras lenguas, búsqueda y encuentro de un impulso dulce, adicto vicio. Yo pensaba que eran las nueve; en realidad los relojes no se habían inventado esa madrugada; no en tu habitación, no en mi sala, no cuando me tuviste erguido en tu boca; el sueño platónico que en éxtasis se resquebrajaba. Yo pensaba que eran las nueve porque a esa hora te había imaginado desnuda; con una mirada dulce, no con ésa con la que me quebraste, con la que te recuerdo; te había imaginado etérea, la realidad me obligó a sentirte terrena… por momentos. Yo creí que eran las nueve; tú me obligaste a caer en cuenta: nuestro reloj no tenía horas; era marcha regresiva que llegaba a un final. Hermoso final, no un final feliz, sólo un final. Yo pensaba que eran las nueve; y no quedaba ni un minuto para el fin, para nuestro límite. Ahora no llevo pulsera de tiempo, porque el tiempo ya no importa, llegó a cero. Llegaste a cero. ¿Sabías que podrías llegar a ser cero? Yo no lo creía. Da igual. Algún día empezará el segundero a marcar y llegarán las nueve. Sé que un día llegarán las nueve. Las nueve y tú tan lejos.

lunes, 5 de julio de 2010

Despertares

Un breve poema, espero os guste.

Despertares

Y sé que estás pensando en romper nuestro pacto sempiterno,
acuerdo cómplice de miradas hambrientas y forzadas conductas inocentes;
y destilas tentación de quebrar la magra sensatez que aún nos queda, y de arrojarte contra la voluntad de arenas temporales al arroyo creciente de mis besos.

Y yo te siento cerca, aspiro de tu aroma y trato con denuedo no desearte,
no imaginarnos solos en mi lecho conversando sudores disfrutados,
y borrar de mis ojos encerrados: tu figura, tu cuerpo, mi cadalso;
pero te miro, te miro y soy culpable de las terribles órdenes del fuego, y arrancarte la ropa de pronto se vuelve irrefrenable.

Y pienso en el pasado que adormeció mutuas admiraciones deleitosas a pesar de vernos hermosos el uno para el otro;
Y pienso en el presente: simulación y freno, fauces disfrazadas de cordero, connivencia en pupilas que se encuentran y saben que el deseo se mira en el deseo.
Y pienso en el futuro inexistente que tenemos, en los días por venir, en los secretos, en la ruptura de los labios sellos, en la resaca de tus hondos pechos.

Y sé que estamos pensando en destruir ese pacto… y no podremos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Por supuesto que era un sueño

Por supuesto que era un sueño, porque disparábamos en un juego que no existía, los controles de madera se transformaban y lo que ocurría en la pantalla lo podíamos sentir muy hondo. Por supuesto que era un sueño, porque tú todavía te reclinabas en mí dejando un halo sensual en cada movimiento y tu aroma aún se fijaba en la camisa vino 80% algodón que me habías regalado en nuestro primer mes juntos. Aún te quedabas en mi casa y recorrías el salón desnuda, ostentosa, mágica, impresionante, abrazando las sábanas llenas de noche, de nosotros. Por supuesto que era un sueño.

Así que en este sueño que ahora me regalaba (supongo que la noche), decidí afrontar dos retos que se me presentaban en desorden. Uno, tratar de volar de manera constante. Hasta ese momento apenas había podido planear dubitativamente por algunos segundos y regresaba al suelo como volviendo de un brinco infantil. Volar no es fácil. Además de saber volar, se necesita creer que se puede volar. Algo de esto había leído en un libro que ahora decora el salón de un vetusto pariente; pero ahora era una situación en la que realmente necesitaba volar. Era ese tipo de sueño, porque, por supuesto que era un sueño. Nunca antes me había encontrado intentando volar en medio de la escuela. Curioso era que nadie se sorprendiera de verme volar, pero, igual, se veían cosas más raras en el patio: gente sonriendo, trabajando, compartiendo.

Volteaste la cara con un dejo de soberbia y tu sonrisa me sorprendió. No hacía dos días, ese mismo rostro apenas me miraba con una mueca enfermiza. Las más de las veces, marmórea, lapidaria, y cuándo te había preguntado el porqué de tu incólume gesto, de esa mueca, una mueca de inseguridad dentro de una coraza de madera pintada de hierro, me di cuenta que realmente era un sueño. Por supuesto que era un sueño, porque tus alas no brillaban de noche; ajadas, sucias, se arrastraban en el parquet de tu indiferencia, de tu torpeza. Y estuve cierto de que era un sueño no por el final (obvio hubiera parecido), sino por el prólogo, porque nos descubrimos el velo de hipocresía que anegaba el cruce de miradas y pareció que justo en el momento de soñar, de cesar de soñar, de creer soñar, de querer soñar, de crecer y soñar, de crearte, de configurarte, de domeñarte, en ese puntual instante me quedé dormido al despertar del sueño desperezante de besar el aire y recordar: hoy es jueves.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Y nos abandonamos

Y nos abandonamos

Y nos abandonamos aquella madrugada: tus dos brazos rodeaban mi pequeño cuerpo; yo preguntaba a dónde ibas, no recuerdo si hubo respuesta, sólo que nos abandonamos ese día.

Y nos abandonamos esa tarde en que mi padre trató de explicarme tu ausencia; día aciago para él, para mí. Se fue de la habitación y yo quedé mirando la TV, no supe llorar ¿nadie me había enseñado? Esa tarde nos abandonamos.

Y nos abandonamos durante mi niñez, tardes de olvidarme allá en los sueños, noches de vela eterna, mañanas de actividad febril y las dudas ¿quién soy?... ¿soy? ¿Por qué no puedo regalar una lágrima al reloj? ¿Por eso nos abandonamos?

Y nos abandonamos en un voltear de rostro que filtró años de sufrimiento soterrado y dudas, un abrir y cerrar de ojos que duró décadas y estoy ahora, hombre de más de treinta, y quiero saber todavía por qué, quién dijo que no podríamos vernos de nuevo, platicar, abrirnos… nunca lo hicimos, yo era muy joven y tú hermética; cuentan que te escuchaban sollozar y nunca supieron la razón. ¿La había?

Y nos abandonamos y lo seguimos haciendo cada día, quizá porque es lo sano, abandonarnos y no pensar más en nosotros; en la puta vida ficticia y la puta muerte real; en que un día me abrazaste y sin saberlo, esa despedida casual nos hizo abandonarnos y no poder llorar... Hasta hoy.