El exilio permanente
Sus manos de caricias delicadas transformábanse en agujas
cuyas puntas avezadamente acuciosas recorrían el teclado con nítida precisión
para desdoblarse después en pétalos de cisnes y acordes sutiles. Marcos disfrutaba
mirarla por detrás; un poco de costado para observar cómo Ana moldeaba el
exánime marfil en cascadas de sonidos. Siempre le había parecido hermosa la
imagen de ella frente al lustroso piano familiar, frente al cual, se mecía de
una manera peculiar. En ocasiones, muy pausadamente y en otras de forma brusca,
según lo exigiera la pieza.
No era que Ana mostrara desinterés por Marcos.
Simplemente, sabía que él estaba junto a ella y seguiría ahí para siempre. Por
eso dedicaba tardes enteras a practicar Chopin, muchas veces sin siquiera
voltear el rostro para saludarlo. Se habían conocido desde niños y justo el día
en que Marcos la vio por primera vez supo que era la mujer de su vida. Ana no
sentía lo mismo; para ella, la música ocupaba el primer lugar en sus intereses
y pasiones. Su profesora, la señora Gurrola, sabía del enorme potencial de Ana
y procuraba que llegara a ser una concertista de fama mundial. Todas las tardes
observaba cómo su única alumna traducía sus instrucciones en finos matices casi
imperceptibles y, por ello más valiosos. Brotaba en Ana una personalidad que
rayaba en lo bipolar cuando se enfrentaba a piezas que exigían delicadeza o
demandaban furia. Muchos hombres no soportaban verla tocar, pues esperaban de
ella que interpretara música “bonita”; no perdonaban verla como una fiera dueña
del piano; poseedora de absoluto control sobre lo que ocurría alrededor de la
música; una mujer en llamas que se fundía con el autor de la idea y el piano
mismo para sangrar, a veces a cuentagotas y otras a borbotones, las más intensas
emociones.
Cuando empezaron las desapariciones, Marcos
huyó con sus hermanos a México, pues un pariente militar les advirtió del
peligro que representaba quedarse y dio las facilidades para su exilio. Por el
contrario, la familia de Ana permaneció en la ciudad; la posición de su tío,
Juan José Astorga, como importante catedrático de la Universidad, les daba un
velo de seguridad para tratar de seguir sus actividades habituales. Sin
embargo, pronto chocaron con la nueva situación. De nada valía el prestigio, casi
de inmediato fueron señalados como traidores comunistas. Era intrascendente que
fuera verdad o no; nada importaba. En aquel momento se hallaron como presas
apetitosas para el régimen, ávido de instruir a un pueblo menor de edad con
lecciones duras y expeditas.
***
Marcos se asoma a la ventana. No ve las
calles, no ve a los niños perseguirse hasta que la madre sale y con una
bofetada cargada de miedo entra a los gemelos a rastras ante la amenaza de un
mal día con las autoridades mexicanas. Tampoco ve la tarde, que polvorienta
repta lentamente hacia una noche nerviosa de mezcal corriente y pan sumergido en
agua a fin de paliar su dureza y añejamiento. Lo que ve Marcos en la ruinosa
ventana es la faz de Ana, el olvido no ha comenzado a difuminar sus rasgos. No
la imagina sonriente, nunca lo fue; la visualiza en su posición habitual,
moviéndose alrededor del ebúrneo teclado; se da licencia de soñar que Ana
voltea el rostro y lo mira dulce, cariñosa. El ruido de un posible enfrentamiento
de los vecinos en la calle de atrás no lo espabila de su ensoñación. Ana,
después de guiñar coqueta, se vuelve y ataca un Si bemol menor que le rememora
los días de pereza en el salón, cuando Marcos y Ana valían algo, cuando el
régimen no les había extraído la cualidad de ser humanos.
Cuatro años habían pasado, lentos,
interminables. Marcos regresaba a su casa alquilada, cerca de donde el genérico
nombre “México” se vuelve un término imaginario para decir que se vive todavía en
la ciudad. Era otro día sin esperanza en el que Marcos empezaba a ver muchachas
por la acera ya sin sobreponerles el rostro de Ana, aunque sí recordándola. Una
mujer muy guapa y delgada caminaba frente a él, pasó de largo y Marcos no pudo
evitar seguirla con los ojos a medida que se alejaba. Un súbito tropiezo interrumpió
el episodio. Se disculpó apenado, sabía que era su culpa por caminar sin ver a
dónde lo hacía. La mujer mayor no le dio importancia y sonrió amable; al verlo
a los ojos reconoció a Marcos. Era la señora Gurrola, profesora de Ana.
No podía creerlo, Marcos miraba casi extraviado
a la señora, quien le contaba que se encontraba en México desde hacía unos
meses. Su voz había menguado y sonó con un desasosiego aún más extraño cuando
Marcos le preguntó por Ana. Le contó que habían llegado juntas al país y trabajaban
en una academia de música de bajo perfil que él ubicaba. Casi sin despedirse
por la emoción, Marcos regresó por donde venía y corrió para encontrarse con su
musa. Años de verla en su mente y no verla, de tocar lo intocado, de acariciar
sus recuerdos perdidos en tardes melancólicas de grabaciones de Liszt, Chopin,
Rachmaninov, sus favoritos. De pronto, allí estaba, lista para recibirlo… ¿se
acordaría? Seguro que sí; pero: ¿lo mantendría en su mente como él a ella? No
importaba; tenía que verla. Ana, a salvo. Era demasiado para contenerse. Marcos
corría y las piernas sudaban de miedo, de esperanza e incertidumbre. ¿Cómo
estaría? Bella, como siempre. ¿Habría empezado a tocar piezas propias? ¿A quién
se las dedicaría? Ana y el piano fuera de la pesadilla centroamericana. No lo concebía,
pero corría a encontrarla.
Marcos entró a la modesta academia; sin
embargo, el afán que llevaba se detuvo en seco al cruzar la puerta de cristal,
guardiana de un remanso de arte en el inmenso caos capitalino. No había nadie
en el mostrador; temblando, avanzaba lentísimo hacia donde se escuchaba una
pieza de cariz melancólico. Su corazón no latía, se desbordaba en violentos
tumbos que le impedían respirar. Llegó al salón principal. La vio por detrás,
un poco de costado como antes; observó cómo Ana se mecía lánguidamente. La
música fluía en versos de notas cada vez de mayor patetismo; él conocía la
pieza y no debería retratar una afectación tan lóbrega. No se atrevió a hablar.
La miraba como en las tardes de modorra en su natal Guatemala. Pensó en preguntarle
sobre su familia, si todos habían salido bien librados; dónde estaban; si el
exilio le estaba pareciendo como vivir en un sarcófago así como a él. Pero no
dijo nada. Sólo la miraba, trémulo. De forma extraña, Ana interpretaba la pieza
sólo con la mano izquierda, por lo que las notas graves reinaban en el
ambiente. En una pausa prolongada, el piso de madera traicionó el anonimato de
Marcos. Ana volteó la cara, hermosa, pero abatida, el llanto de años contenido
en sus ojos la hacía parecer otra persona. Marcos sonrió torpemente, congeló su
sonrisa y se acercó a abrazarla, a estrechar su tabla de salvación durante el
exilio.
Caminó hacia ella… Ana no sonrió, volteó
el rostro hacia su pecho y estiró la mano izquierda en señal de rechazo. Era
tarde. Marcos se había aproximado lo suficiente para ver sus pies cruzados y
nerviosos; para observar la partitura con anotaciones de una caligrafía torpe;
para notar cómo en el lugar donde antaño moraban las agujas y cisnes de su mano
derecha, ahora sólo existía un hórrido muñón. Los militares le habían cambiado
el alma y la felicidad por un muñón inerte. Ana, profunda, devastada, avergonzada,
miró a Marcos. Él entendió; era momento de irse. Salió del salón; sintió que
Ana vivía en un exilio sempiterno. No había lugar a dónde regresar, el hogar de
Ana eran las ráfagas de susurros tonales; de armonías enredadas y elegantes; no
importaba ya la guerra, si continuaba o terminaba. El exilio estaba en su
corazón. Dicen que la gente exiliada vive con la esperanza de volver algún día
a un país que ya no existe. Para Ana no había ni siquiera ese retorno; su país
desapareció la tarde de junio en que el encapuchado le escupió y le preguntó
por Marcos, le gritó traidora, comunista, puta; la arrancó del asiento del
piano y le regaló un exilio permanente.
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